Época:
Inicio: Año 335
Fin: Año 364

Antecedente:
Bajo Imperio
Siguientes:
La cuestión religiosa



Comentario

Flavio Claudio Juliano era hijo de Julio Constancio y nieto de Constancio Cloro y de Teodora. En realidad, su padre hubiera podido aspirar al trono en razón de su nacimiento, pero la voluntad de los soldados dio el poder a Constantino, el hijo ilegitimo. Julio Constancio, perseguido por la animadversión de Helena, madre de Constantino, llevó una vida errante hasta la muerte de ésta. Después se estableció en Constantinopla. De su primer matrimonio tuvo tres hijos, entre ellos Galo (que había sido césar de Constancio) y Constancia, que se casó con Constancio II. De su segundo matrimonio nació Juliano. Cuando tenía cinco años la matanza dinástica de septiembre del año 337 le privó de su padre, de su hermanastro mayor y de otros familiares directos. Hasta el 355, año en el que cambió su vida al ser nombrado césar por su primo, la vida de Juliano fue una sucesión de exilios y reclusiones, siempre lejos de Constancio pero siempre estrechamente vigilado por éste. Cuando su hermanastro Galo fue nombrado césar en el 351, tuvo libertad de movimientos por primera vez. Se relacionó con filósofos y rétores paganos de Asia Menor y parece ser que se sentía especialmente atraído por las doctrinas del neoplatónico Jámblico. La muerte de su hermano pareció arrastrarlo también a él a la desgracia, pero la intercesión de Eusebia -segunda esposa de Constancio- no sólo lo libró del posible castigo, sino que le valió la autorización de Constancio para proseguir sus estudios en Atenas. Allí Juliano estrechó sus vínculos con los filósofos neoplatónicos, especialmente con Prisco, y se inició en los misterios eleusinos. No hay duda, ya en esta época, acerca de sus creencias religiosas aunque por temor al emperador tardaría varios años en hacerlas públicas.
En el 355, Constancio, obligado por las circunstancias decide nombrarle césar y enviarlo a las Galias, tras casarlo con Helena, hermana del emperador. Sin duda, el honor de tal nombramiento era muy poco al lado de las dificultades de la empresa que le encomendaba y de los pocos medios y menos poderes que se le concedían. A decir del propio Juliano, no se le otorgó la autoridad suprema sobre el ejército, sino que la dirección de las operaciones incumbía a los generales, todos hombres de Constancio.

Este mismo año, se había levantado un nuevo usurpador en Occidente, Silvano, y las fronteras del Rin habían sido devastadas por los pueblos germanos. Juliano, con una escolta de 360 soldados y una total carencia de formación militar, fue enviado a las Galias.

No obstante, durante los años que permaneció allí (355-361), demostró ser un excelente estratega (lo que no deja de ser sorprendente en un joven que había dedicado su vida al estudio y a la meditación), un sabio administrador y un hábil general. Su primera campaña supuso la recuperación de Colonia y una derrota infligida a los alamanes (356 y 357). La batalla de Estrasburgo, también contra los alamanes, fue un triunfo memorable que devolvió la confianza a las poblaciones fronterizas y le valió una gran popularidad. Durante los años siguientes, desde Lutecia (París), donde había instalado su cuartel general, continuó con éxito sus campañas contra los germanos, al tiempo que reconstruyó las ciudades fronterizas e hizo venir desde Britania a un contingente de barcos cargados de trigo para abastecer a estas ciudades.

Tal vez la envidia y el temor de Constancio ante los éxitos de Juliano (punto en el que coinciden Zósimo y Amiano Marcelino) expliquen que el emperador, que preparaba en el 359 una de sus campañas contra los persas, ordenase a Juliano que le enviara sus mejores tropas. El ejército se negó a obedecer esta orden y se levantó en favor de Juliano, que se vio obligado a asumir el título de augusto en el año 360, en Lutecia.

Aunque Constancio se negó a reconocer tal nombramiento y ni siquiera le reconoció ya como césar, Juliano no se decidió hasta el 361 a solucionar la crisis con las armas, esperando sin duda que Constancio cambiara de opinión. Entre tanto llevó a cabo una nueva campaña contra los francos y otra contra los alamanes, a los que Constancio había arrojado contra él, como el propio Juliano descubrió al interceptar una carta de respuesta de Vadomar -jefe alamán- a la instigación de Constancio. Cuando Juliano ya se encontraba en Naissus, preparado para la batalla con Constancio, le llegó la noticia de que el emperador había muerto en Tarso. No obstante, antes de morir, Constancio decidiría que la dinastía constantiniana habría de continuar en la persona de su primo, el ahora emperador Juliano

Juliano hizo una entrada triunfal en Constantinopla en diciembre del 361. Enseguida emprendió una tarea de organización y depuración. Hizo juzgar en Calcedonia a varios consejeros de Constancio: tres de ellos (el notorio Pablo Cadenas, el conde de las generosidades sagradas, Ursulu, y el antiguo prefecto Florentio) fueron condenados a muerte; otros fueron exiliados.

Redujo el inmenso número de personal del palacio y de notarios y agentes de Constancio. Arbitró también medidas contra el excesivo gasto y rebajó el impuesto del oro coronario al que estaban obligados los senadores. A varias ciudades les concedió tierras incultas pertenecientes al Estado y libres de impuestos. Aunque sus reformas no fueron estructurales, intentó resucitar el antiguo espíritu republicano. Pero -y éste fue tal vez el error de Juliano- aquella época había acabado y no volvería a resucitar. Aunque contó con hombres devotos de su persona (entre ellos destacan Amiano Marcelino y Libanio), los esfuerzos de Juliano para lograr popularidad fueron vanos. Los ricos detestaban que el emperador se erigiera en defensor de los pobres. Los comerciantes protestaban por sus medidas contra el lujo y el pueblo, acostumbrado a la magnificencia de los emperadores anteriores, sentía un punto de desprecio hacia este príncipe tan poco tiránico.

La guerra contra los persas emprendida por Juliano nos revela de nuevo su espíritu poco realista. Consideraba un deber ineludible someter al enemigo que había actuado durante siglos como verdugo del pueblo romano: "Es nuestro deber -decía- destruir a esta odiosa nación en cuyas espadas aún no se ha secado la sangre de los nuestros". Continuando con la tradición expansionista de Roma, Juliano esperaba restituir a la majestad romana el honor que les es debido. Por lo tanto, no sólo pretendió restablecer la antigua religión vinculada a la época gloriosa de Roma, sino retomar también su política. No es casual que en sus discursos y arengas al ejército estén siempre presentes las evocaciones al sometimiento de Cartago, de Veyes, de Numancia... y personajes como los Curtios, los Mucios... Fue sobre este anacrónico ideal de devolver al Imperio la grandeza y las virtudes de la época republicana sobre el que se montó la propaganda de su campaña ofensiva contra los persas.

Las incidencias de esta campaña son bien conocidas a través de Amiano, Libanio y Zósimo, quienes seguramente consultaron el diario de guerra que escribió Oribaso, médico del emperador, que no ha llegado hasta nosotros.

En marzo del 363 partió Juliano al frente del ejército hacia el Éufrates. Una parte de las tropas al mando de Procopio siguió desde Nisibis la ruta del Este, mientras el emperador con el grueso de su ejército y una flota de cien barcos, atravesó el Éufrates y el Tigris. Avanzó después hacia Seleucia, que fue sometida, y hacia Tesifonte. Durante la marcha las victorias se habían sucedido ininterrumpidamente e incluso ante Tesifonte habían conseguido someter al enemigo. Pero, sorprendentemente, Juliano decidió destruir la flota y reunirse con Procopio, que se encontraba en el Norte. Esta retirada, precipitada y difícil de explicar (según Amiano, Juliano no creía poder doblegar el sitio de Tesifonte), desmoralizó al ejército que, por otra parte, empezaba a sufrir la escasez de víveres. En este ambiente, Juliano fue muerto en combate al ser alcanzado por una lanza que, a juicio de sus cronistas, habría sido lanzada por uno de sus propios soldados.

Tras su muerte, el ejército, acantonado en Persia, eligió como sucesor a Joviano, un oficial cristiano de origen panonio que, ansioso por llegar a suelo romano y confirmar su nombramiento, firmó una paz vergonzosa con los persas, a quienes entregó las cinco satrapías situadas al otro lado del Tigris y una parte de la Mesopotamia, incluyendo Nisibis y Singara.